Los treinta son una época de dicotomías y contradicciones. Una época en la que estás entre el cielo y el infierno. Un día eres una treinteañera feliz y realizada y otra eres una pseudo-adolescente totalmente ida de la olla.
Todo este cúmulo incontrolable de hormonas unido a la amabilidad o mala leche del personal hace que sea como tener un cinturón del explosivos listos para salpicarte tu carita linda de recién estrenada nueva década y las del resto que te acompañen.
Y es que creo que es de vital importancia hablar en este blog sobre los momentos críticos de esta edad, momentos que te suben a lo más alto o momentos que te hunden en la mayor de las miserias.
Y me refiero al momento confrontación de ser joven o vieja según el cristal con que te miren.
Me refiero al momento en el que un mostrenco portero de discoteca, armario empotrado todo él, va y te pide el carnet de identidad para entrar en una discoteca. Tú, que lo miras atónita, con los ojitos como viñetitas manga llenos de luz y amor incondicional, no sabes si comerle la boca o hacerle la ola o ambas cosas. Lo único que sabes es que le dices "que arte tienes moreno, me has alegrao la noche", y esa noche eres el puto amo de la fiesta. Esa noche te comes el mundo. Y na más que piensas "ay oma, que me han echado 18 añitos, pero que contenta estooooy".
Después, claro está, vivimos el momento contrario y es que como bien dijo Newton "todo lo que sube tiene que bajar".
Hablo del momento de tormento absoluto, el momento que te hace correr modo Candy Candy hasta tu casa con lágrimas en los ojos (sí que pasa, toda treinteañera que se precie veía de chica como atormentaban a la dulce rizos de oro de Candy Candy, que tía mas triste por dios). Ese momento tan duro en el que una niñita, monísima ella, se refiere a ti como SEÑORA...
Tú te vuelves como alma que lleva el diablo, ojos ensangrentados, con unas ganas de decirle a la nena vestida con la ropa de niños pequeños del Zara..."Perdonaaaaaa bonitaaaa", con la mano y el dedo en alto modo negra del Bronx de teleserie americana (sin ofender que conste, eh, que todas las blancas hemos deseado ser negras alguna vez para poder hacer eso con un mínimo de estilo) dispuesta a demostrarle como propina un pedazo de bofetón una señora de treinta.
Pero te controlas, respiras y te dices a tu misma "será zorra la niñata", mientras le dedicas la más vil del las sonrisas falsas, que solo te las dan años de hipocresía cotidiana y le contestas "¿qué quieres bonita?" (arrastrando el desprecio de treinteañera amargada...)
Y ese justo momento, en el que te ves reflajada en un espejo, sonriendo a la niñata, cual madre bondadosa, es el momento en el que te das cuenta que llevas los treinta a la espalda, pero que en fin, por lo menos los llevas con dignidad. Podría ser peor...podrías vestir con la ropa de niños pequeños del Zara.
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