Parafraseando a los avezados locutores de radio, tras una
larga pausa en mi “carrera” vuelvo a escribir en Adolestreinta haciéndome eco
de todos mis seguidores. Donde se lee “carrera” léase “par de intervenciones
esporádicas y donde se lee “escribir”, cámbiese por “soltar ideas inconexas de
una mente febril”. Si, ya sé que es un tanto presuntuoso utilizar el plural en
“seguidores” para contabilizar a un familiar y a un individuo que no pertenece
al género humano, pero el Scattergories es mío y me lo llevo cuando quiero.
Debo reconocer que también me ha animado mucho una bella
amiga reencontrada en la pasada noche del primero de enero, en plena
celebración nocheviejil-añonuevil y por tanto con un par de gin tonics en el
coleto. Y por favor, no aventuremos conclusiones . El par de combinados
anteriormente mencionados no menoscaba ni mucho menos la belleza de mi amiga
pero si mi ánimo y predisposición a hacerla caso y volver a aporrear las teclas
del computador.
Pues yendo directamente al grano, y sin ánimo de machacar el televisivamente manido recurso de la nostalgia, voy a centrarme en los ya casi olvidados polvorones.
Las/los adolestreinteañeras/os los recordaremos
principalmente como los odiados sustitutos de las gigantes monedas de 500
pesetas en las peticiones de aguinaldo. Quién no ha pertenecido a una pandilla
en el barrio (si tenías pueblo mucho mejor porque te juntabas con tus primos)
para asaltar, pandereta y botella de anís en mano, las casas de las vecinas en
búsqueda esperanzada de las monedas de 25, 100 y 500 pesetas a cambio de desafinado
villancico. Y digo “esperanzada” porque al igual que la Ruperta del 1, 2, 3 de Mayra
Gómez Kemp, el polvorón era el premio de consolación.
El ritual era siempre el mismo: Llegabas a los aledaños de
la casa “objetivo” de puntillas e intentando no hacer ruido porque los más agarrados no abrían
la puerta al saber que eran los niños del aguinaldo. Tras pulsar el timbre (en
los pueblos había que tirar de nudillos) y ver la primera luz del pasillo de la
vecina, arrancabas a entonar uno de los tres villancicos que componían el
repertorio, a saber: “Hacia Belén va una burra rin, rin”, “Ande, anda, ande la
Marimorena” y “Campana sobre campana”. Tú, querubín angelical, te esforzabas
verdaderamente en sacar lo mejor de tí, creyendo que la cuantía del aguinaldo
era directamente proporcional a la calidad del concierto. Con la madurez y el
paso del tiempo te das cuenta que cantar bien era tan inútil como invitar a copas
a la rubia buenorra de la discoteca para llevártela al huerto o las re-cirujías
en la cara de Belén Esteban: el resultado ya estaba cantado de antemano. ¡Note el perspicaz lector el juego de palabras al usar el término “cantado” en este contexto!.
Verdaderamente empiezo a creer que había una ley tácita, que pasa de
generación en generación de vecinas, para dar el aguinaldo:
- vecinos lejanos:25 pts
- vecinos cercanos: 100 pts
- parientes lejanos: 500 pts
- parientes cercanos: billetazo de 1000 pts.
Pues muy bien, mejor para ti. Seguro que la fortuna que te has sacado en
el aguinaldo la has empleado en copas para la rubia buenorra, ¡Pagafantas!.
Volviendo al tema, en este caso musical y en forma de
villancico, siempre te encontrabas con dos tipos de vecinos/familiares: El
benévolo que te ofrecía el aguinaldo en las primeras estrofas y el cabroncete
que se te quedaba mirando y te hacía cantar hasta el final del tema navideño. Y
como sólo te sabías la primera parte de la letra, el grupo se quedaba callado y
mirándose unos a otros durante dos segundos, el de la pandereta volvía a marcar
el compás, cual batería de orquesta de pueblo y en un alarde de originalidad, ¿qué
hacías? pues repetir de nuevo las anteriores estrofas así hasta un bucle
infinito.
Y tras este punto venía el momento clave: Te sacaban el
monedero o la bandeja de dulces. Cual gladiador en la arena del anfiteatro
esperando la dirección del pulgar, tu esperabas el giro a la cartera o a la
caja del surtido Cuétara. Que visto fríamente no está tan mal y ya se podían
aplicar el cuento las sucursales bancarias: “No se preocupe señor Gutiérrez, no
le damos la hipoteca pero tome un barquillo bañado en chocolate, eso sí,
cánteme algún villancico”.
Os acordáis de la frase de Forrest Gump “la vida es como una
caja de bombones, nunca sabes que te va a tocar”. Pues se inspiraron en una
bandeja de dulces de aguinaldo.
Como en la vida misma, había maravillas como
las galletas recubiertas de chocolate o los bombones rellenos de crema y envoltorios de colores. En la
segunda categoría estaba el turrón de chocolate, el turrón duro y el turrón blando, que era
una especie de papilla marrón y sudorosa que sólo se comían los abuelos por el tema de la dentadura postiza.
Y por último, en la casta más baja
del escalafón turronil, los mantecados y polvorones.
Me considero persona transigente y puedo soportar que haya individuos
a los que gusten los polvorones, como soporto los chistes de Arguiñano, pero
debéis reconocerme que un alimento que puede provocar la asfixia no puede ser
bueno. Ya avisé del peligro mortal de mezclar polvorones con cortezas de cerdo
en una de mis contribuciones en Adolestreinta. Las autoridades no están tomando
cartas en el asunto pero esto puede ser grave.
Aunque la verdad y pensándolo bien, hay pocas cosas más
inmutables y perennes que los polvorones. Puede cambiar el gobierno, puede
haber bonanza económica y crisis, las parejas rompen y se reencuentran, habrá
guerras y paz en el mundo. Todo cambia. Pero a Dios pongo por testigo que cual
luz al final del túnel, como guía en la oscuridad, como aliento en la
dificultad, como faro en la costa y como base y sustento del pueblo sevillano de Estepa, siempre habrá un polvorón en Navidad.
Nota del autor: Ya sé que al final la cosa ha salido un poco nostálgica,
¡pero que coño, a “Cuentamé como pasó” le lleva funcionando años y nadie se
queja!.
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